Y empezó la leyenda

Cuando nos enteramos, por los grandes medios, no lo podíamos creer. Pensábamos, como muchos entonces, que se trataba de alguna oscura operación de la CIA; pero tres días después, la confirmación por parte del propio Fidel de la muerte del guerrillero heroico, terminó de sumirnos en el abatimiento.

“Toda una serie de características nos permiten haber llegado a la conclusión absoluta de que la noticia es amargamente cierta”, dijo el jefe de la Revolución Cubana delante de las cámaras de la televisión de su país.

Pero admitió: “Lógicamente, la tendencia de cualquier persona ante una noticia que se relaciona con alguien al que se le tiene un gran cariño, esa tendencia innata, es a rechazarla; y a nosotros, en un grado considerable, nos ocurrió eso en los primeros momentos”. 

En la Argentina corrían tiempos difíciles. La mayoría de la población ya experimentaba en el bolsillo las consecuencias del golpe militar que, conducido por el general Juan Carlos Onganía al frente de los sectores entonces mayoritarios de las Fuerzas Armadas, había derrocado hacía poco más de un año al gobierno ejemplar de don Arturo Illia. El régimen de facto disolvió el Congreso y las legislaturas provinciales, prohibió la actividad de los partidos políticos e intervino las universidades: en distintas facultades de la de Buenos Aires tuvo lugar una violenta represión, conocida como la noche de los bastones largos. El ánimo coercitivo del gobierno militar lo abarcaba todo: tanto fue así que llegó a clausurar la revista humorística Tía Vicenta porque su director, Landrú, había caricaturizado a Onganía (quien lucía grandes bigotes) como a una morsa.

En ese contexto, la muerte del Che no motivó declaraciones por parte de la dirigencia de los partidos tradicionales (el peronismo y el radicalismo); no obstante, los sectores más reaccionaros lo llamaron (aún lo llaman) asesino, mientras que desde la izquierda no faltaron los encargados de bajar la línea de turno, que lo descalificaron tildándolo de foquista y de aventurero.

Pero las mentes más diáfanas lo reconocieron y los corazones más generosos lo amaron; su figura, como escribió González Tuñón a propósito de Mariano Moreno, “floreció en los balcones y corrió por los barrios donde están los más puros”; su espíritu animó la fe de los jóvenes e inspiró la creación de los artistas.

La periodista y escritora Victoria Azurduy nos brinda un lúcido e ilustrativo testimonio de ese día.

“Estoy casi segura que fue mientras subía las escaleras del subte de Callao cuando escuché al canillita vocear algo sobre el Che. Me parece que no alcancé a oírlo con nitidez sino hasta el último peldaño, ya con un pie en la calle Corrientes. Porque justo ahí,  sobrevolando los bocinazos, el aturdimiento del centro, el trajín de media ciudad y mi estupor, podía imponerse el vozarrón del diarero que machacaba en los titulares de la quinta sin solución de continuidad, emparejando energías para la repartija a diestra y siniestra del diario doblado mágicamente en esa brevedad equidistante del cordón al buzón, donde pendía como al azar el atado de la edición de la tarde”.

Y continúa: “Una y otra vez  yo me decía que lo que se estaba pregonando era un señuelo pergeñado por la Doctrina de Seguridad Nacional, pura propaganda de la CIA, y buscaba desesperadamente una mirada cómplice en el muchacho con pelo largo o en la chica con pantalones que caminaban a la par mía. ¿Acaso era posible siquiera imaginar que los militares bolivianos hubieran matado al Che? Entré al Ciervo como sonámbula, pero a medida que leía la noticia iba pendulando de la bronca al desasosiego. Creo que como al pasar y al tanteo,  porque con Onganía no se jugaba, el mozo apoyó adrede la taza de café en el borde del diario para mostrarme su solidaridad con un doble arqueo de cejas”.

Seguidamente, refiere: “Sin cita previa y en busca de complicidad o de consuelo fueron apareciendo amigos y compañeros de facultad, algunos seguidores de Rodolfo Kusch, el filósofo que nos hablaba de la peculiar sabiduría de la gente de su América Profunda, otros de Carlos Astrada o Sábato -los dos ya decepcionados del régimen soviético-. Dos o tres de ellos venían trabajando desde hacía tres años en la Villa del Puerto (Villa de Retiro) con un cura joven, el Padre Mugica, que pregonaba que el Che, Camilo Torres y Helder Cámera eran los profetas de nuestro tiempo. Había también músicos, actores, pintores y poetas, devotos de Piazzolla o del rock argentino, del Di Tella o del neoexpresionismo, de Mujica Laínez -cuya ópera Bomarzo había sido prohibida en marzo, a punto de estrenarse en el Colón- o de Asturias, incondicionales de Cortázar o de Borges. Entre todos, habíamos fundado con mucho esfuerzo una revista, Signos, que iba por su tercer número”.

Así prosigue su evocación: “Igual de consternados escuchamos al que nos recordaba que dos meses atrás, en la última charla de Kusch, alguien había mencionado como al pasar un envío de refuerzos para el Che, porque las cosas se le habían vuelto muy fieras desde que Régis Debray y Ciro Bustos habían sido apresados en abril. Enseguida, como para infundirnos ánimos, una compañera de filosofía con la que yo compartía mi admiración hacia Simone de Beauvoir, Sartre y Heidegger, pasó a numerar los tejes y manejes del imperialismo yanqui perpetrados a las luchas independentistas de Argelia y Vietnam”.

Y concluye: “Recuerdo ahora la velocidad con que fue retrucado un poeta que expuso su temor de que en La Higuera se hubiera repetido el fracaso de la guerrilla en Orán: ¿quién era capaz de asegurar que Massetti hubiera realmente muerto en la selva salteña? Ninguno de los que estábamos ahí ese frío anochecer del 9 de octubre iba a poder convencerse de la muerte del comandante Guevara sino hasta tres días más tarde, cuando lo confirmara Fidel. Y aparecieran las fotos que lo mostraban inerte sobre una camilla, el rostro afilado y mirándonos fijo a los ojos, más vivo que nunca”.

 

Un mes después, la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos (SAAP) convocó a una muestra en homenaje al líder guerrillero. Así lo cuenta Pedro Gaeta, que ha sido uno de los miembros más activos de esa institución, de la que actualmente es presidente honorario:

“Cada participante debía interpretar, según su estilo y expresividad, la conocida fotografía que Korda tomó del Che; la medida de la obra tenía que ser de un metro por un metro. Los trabajos se colgaron uno al lado del otro: todos eran pinturas, todos en color, todos interpretaciones de la célebre imagen; en la obra de Castagnino había una rosa sobre el rostro del comandante: esa fue la única variante”.

Y prosigue: “A la inauguración asistió una numerosísima concurrencia -vale la pena recordar que la SAAP funcionaba todavía en la sede de la calle Florida-. En un momento dado aparecieron varios coches policiales, de los que descendieron efectivos que cerraron las puertas de acceso, de modo que nadie pudiera salir ni entrar. Se produjeron escenas de pánico; el secretario de la entidad, Eduardo Orioli, fue detenido, y a los miembros de la Comisión Directiva nos intimaron a levantar la muestra. Como no accedimos, la SAAP fue clausurada”.

En esos años era habitual, por parte de las editoriales, proponer un tema y convocar a distintos poetas y narradores a escribir sobre él. Así lo hacía también el actual director de la Biblioteca Nacional, Alberto Manguel, quien a la sazón, muy joven, trabajaba en la recientemente creada editorial Galerna. Precisamente en 1967, planteó como una de esas propuestas el célebre grabado de Durero El caballero, la muerte y el diablo.

Tenemos ante la vista un pequeño volumen titulado Variaciones sobre un tema de Durero, publicado en 1968. Cuenta con una breve introducción de Manguel, quien precisa que “tres de los relatos son anteriores a la recopilación”, y que “los demás cuentos son inéditos y fueron escritos especialmente”.

Por encima de estos últimos sobresalen dos, ubicados consecutivamente por esas cosas del alfabeto: Con gringo, de Haroldo Conti, y Variación con perro, de Marco Denevi, una profunda reflexión, magníficamente escrita, sobre la guerra y la muerte.

En cuanto al texto de Conti, varios lo caracterizaron después diciendo que relata los últimos momentos del Che sin nombrarlo. Pero ese es sólo un aspecto de esa vibrante elegía, expresada a través de la narración, plena de vastas e inequívocas metáforas, que hace un poblador de La Higuera de la llegada a esa paupérrima localidad de un grupo de soldados, al mando de un capitán y acompañados por un gringo. Con ellos viene un hombre.

“No se parece a nadie, quiero decir a toda esa gente que no se parece a nosotros, por más que los parió la misma tierra. Cabalga como dormido. (…) Por los andrajos es igual a nosotros”.

Párrafos más adelante, reitera:

“Ahora que ha pasado, me pregunto a quién se parece de verdad. En todo caso se parece cada vez más al Cristo de Lagunillas, que en esto del hambre se parece a todos nosotros”.

En un tramo posterior, describe:

“Después veo toda la cara con esa sonrisa inmóvil no sé si de burla o tristeza. Es una cara grande como la tierra, como esta tierra a la que nadie entiende tampoco”.

Y en medio del relato de lo que sucede en torno de la escuela donde encerraron al hombre, el narrador dice:

“Esto es Higueras, este silencio. Acaso desde ahora esa cara tan grande como la tierra”.

Entre los mejores amigos de Conti estuvo Humberto Costantini, con quien compartió también la militancia. A él se debe uno de los más originales y turbadores poemas dedicados al Che, al que sólo nombra en el título. No sabemos a ciencia cierta cuándo lo escribió, sí que fue incluido en el libro Más cuestiones con la vida, publicado en 1974.

“A lo mejor está debajo de la alfombra. / A lo mejor nos mira de adentro del ropero. / A lo mejor ese color habano es una seña. / A lo mejor ese pez colorado es guerrillero. / Yo juro haberlo visto de gato en azoteas. / Y yo corriendo por los hilos del teléfono. /  (…) / A lo mejor está en la pampa y es graznido. / A lo mejor está en la calle y es el viento. / A lo mejor es una fiebre que no cura. / A lo mejor es rebelión y está viniendo”.

Elegimos cerrar esta evocación con un conciso poema de Rafael Vásquez, donde tampoco nombra al protagonista sino que, con despojado dramatismo, describe el escenario y la circunstancia en que dejó de ser hombre para hacerse luz, ejemplo y bandera. Escrito en 1968, fue incluido en el libro Cercos de la memoria, publicado en 1992,

 

 

HISTORIA (YURO)

 

Nombres con gusto a tierra,

con sonidos de América dolida,

tensos nombres sin eco

que desentierra la fatalidad.

 

Sólo fueron parajes,

cruces de selva y piedra entre el olvido

hasta hacerse noticia

para nacer al mundo.

 

La primavera

se murió en la quebrada

con la sangre de todos.

 

Fue la historia.

 

Y empezó la leyenda.

Haydée Breslav, para La Rayuela y  Tras Cartón

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