Al gran Pichuco, salud

El 11 de julio se cumplieron cien años del nacimiento de Aníbal Troilo, “Pichuco”. Figura señera del tango y una de las más importantes de nuestra cultura, está en camino de convertirse en otro perdurable mito porteño.

A diferencia de otros grandes del género, ningún misterio parece rodear las circunstancias de su nacimiento. Los biógrafos coinciden en informar que tuvo lugar en Palermo, que le pusieron por nombres Aníbal Carmelo, que sus padres fueron don Carmelo y doña Felisa Bagnoli y que Troilo era su apellido verdadero.

Por eso es inquietantemente significativo que así se llamara el hijo de Apolo, dios de la música, y de Hécuba, esposa de Príamo, último rey de Troya. (En el poema Pichuco, Costantini se pregunta si vino del Olimpo, o si llegó muy pancho del infierno).

Apolo era también el dios de los oráculos. Recordamos el dicho porteño según el cual no hay más Dios que Gardel, y Troilo es su profeta. Dejando de lado el hecho de que tuviera, o no, dotes adivinatorias –los hechos confirman que, por lo menos en un caso, así fue- apuntemos que hasta los doctores de la Iglesia admiten que, en sentido amplio, profeta es aquel que se expresa en nombre y bajo la influencia de la divinidad.

Fue así como, en el principio, concibió a su orquesta como continuación instrumental del arquetipo gardeliano, y supo asignarles a los cantores un rol fundamental y sin precedentes en los conjuntos típicos. Eligió, orientó y encumbró a los dueños de la sonoridad más rotunda, del caudal más generoso, del fraseo más sentido; algunos de los mejores después de Gardel pasaron por esa orquesta que, como dijimos alguna vez, exhibió un equilibrio perfecto entre la voz y los instrumentos, y en ocasiones memorables logró abolir el límite entre música y poesía.

Al respecto, resulta ilustrativa la palabra de Alberto Marino, quien nos contó: “Tenía una gran particularidad: les cantaba las piezas a los cantores. A mí me decía: ‘¿Te gusta esto?’ y me lo cantaba, acompañándose con el bandoneón. ‘¡Qué lindo, Pichuco!’’¡Tomá, tomá la letra!’ Me lo pasaba él, inmediatamente lo repetía yo, y todos los tangos así. Lo único que quería era que matizara. Pero, ¿quién no canta con esa orquesta, Dios mío? Los músicos de Pichuco conocían el estilo y la forma, porque lo sentían y querían. Y, además, él tenía la inteligencia de hacer su repertorio, y no se regalaba. No hay quien pueda igualarlo”.

 

“Me ha enviado a sanar los corazones heridos (…) a consolar a todos los que están de duelo”[1]

 

A medida que pasaba el tiempo, y como les sucedió a los grandes profetas bíblicos, sus vivencias y sentimientos personales  comenzaron a traslucirse cada vez con más fuerza en sus interpretaciones, y la realidad humana pasó a ocupar en ellas el primer lugar.

Si bien logró expresar toda la gama de las emociones, su intensa emotividad tendía a inclinarse compasivamente hacia el dolor más profundo: “El duende de tu son, che bandoneón, / se apiada del dolor de los demás / y al estrujar tu fueye dormilón / se arrima al corazón que sufre más”, describió Manzi.

En el poema citado, Costantini le pregunta al lector: “¿Y si un día lo viera / al abrir el estuche / en vez del bandoneón sacar la lira / y resultaba que era nomás Orfeo?”.

Así, casi naturalmente, identificaba al bandoneonista porteño con el héroe tracio, sacerdote de Apolo y para algunos su hijo. [2] Conocedor del mito, como lo demostró en su formidable Háblenme de Funes, Costantini no podía ignorar que el milagro de Orfeo consistió precisamente en transformar el dolor en música y canto.

Seguramente sabía también que el cantor mágico conocía los secretos del infierno por haber estado en sus abismos, y poseía además el don de la videncia: según los especialistas, los himnos órficos guardan gran similitud con las profecías bíblicas.

En este escenario mitológico, Cátulo Castillo no vio a Troilo tañendo la lira, sino “soplando la siringa del convenio de orillas musicales, la estrofa y la antiestrofa de esa forma ritual plena de magia”.

 

 

“Profetizaban por medio de sus cantos o instrumentos musicales”[3]

 

Disquisiciones aparte, lo cierto es que Troilo tocaba el bandoneón como quien echa una suerte o como quien oficia un rito. Tenía razón Centeya cuando manifestó que para escucharlo había que archivar las espaldas: a Pichuco no se lo disfrutaba, se comulgaba con él. Alguna vez escribimos que verlo y oírlo no suponía asistir a un recital sino participar en una liturgia en cuya ofrenda sacrificial él era al mismo tiempo la víctima y el oficiante, el cuchillo y la herida.

En esos momentos dirigía la mirada, que se azulaba, al infinito, o la volvía hacia su interior, que era lo mismo. Años después, Horacio Ferrer nos dijo que Pichuco no tenía los ojos azules, pero no dudaríamos en jurar que los vimos de ese color.

Pasajes de un misterioso lirismo alternaban en sus interpretaciones con otros decididamente trágicos, acentuados por acordes de sombría majestuosidad; y nadie antes ni después logró arrancarle al instrumento los negros sonidos del duende, caros a Lorca.

Viene a cuento consignar que, según la autorizada opinión de sir James Frazer, los profetas bíblicos dependían en alguna medida del estímulo de la música “para alcanzar el estado de éxtasis que ellos tomaban como conversación directa con la divinidad”. También los órficos propiciaban la comunión directa con la deidad.

Pero por encima de su sensibilidad aguzada, la fidelidad a la sobriedad y reciedumbre gardelianas lo apartaban de desmesuras y morbideces, y un acendrado y certero instinto tanguero lo prevenía contra el empleo de recursos ajenos a la esencia del género.

En 1963 ingresó a la orquesta Raúl Garello, desempeñándose como bandoneonista primero y arreglador después; permaneció en ella hasta la muerte de Troilo, quien le dejó uno de sus cuatro bandoneones. Esto nos dijo en 2010: “El encuentro con Pichuco fue clave, como si me hubiera encontrado con el tango hecho y derecho; sus opiniones eran para mí clases magistrales, él abría la boca y todo lo que decía me servía, me sirvió y me sirve. Músicos y entendidos coinciden en que cada año que pasa el prestigio de Pichuco es mayor; estoy en contacto con músicos jóvenes y también ellos aluden constantemente a su forma de tocar o de dirigir, o al magistral compositor que fue. No sé hasta qué punto puedo ser objetivo pero, hablando como músico, creo que les llevaba una ventaja a todos los demás por su calidad de artista, que tiene la dimensión de un Picasso, por ejemplo, y no es exagerada la comparación. Estuve con él doce años, fui su arreglador y finalmente resultamos emparentados porque fue testigo de mi casamiento; él mismo se ofreció”.

Hace un par de meses, el joven bandoneonista Facundo Lázzari, director de La Juan D’Arienzo, nos confió lo que significó para él descubrir, a través de los discos, a Troilo: “(…) La versión del Gordo de Nocturna [de Julián Plaza] me volvía loco. Eso es lo que tiene Troilo y no lo tiene nadie más. Fijate lo que pasa con las orquestas: Color Tango hace Pugliese, nosotros hacemos D’Arienzo, Misteriosa Buenos Aires hace Di Sarli, ¿quién hace Troilo? No se puede, porque eso no está en los papeles, lo tenés que sentir y hacer como lo hacía él; si no, no es Troilo. El otro día estaba escuchando la versión del Gordo de Inspiración y decía ‘esto no se puede hacer’. Vamos a suponer que ensayás, te matás trabajando y toda la parte que hizo la orquesta la hacés, pero el solo del bandoneón del medio, ¿quién lo reproduce? Las notas están, las podés escribir y después tocar, pero sentirlo así es imposible. Troilo fue lo más grande que hubo, no sólo como bandoneonista, sino en todo sentido”.

 

“Compartir tu pan con el hambriento y dar refugio a los pobres sin techo, vestir al desnudo y no dejar de lado a tus semejantes”[4]

Sus manos, que Cátulo Castillo definió como “apretadas y francas en la entrega del arte”, eran abiertas y pródigas en la  entrega al Otro (“le sobra tanto amor que rompe los bolsillos”, escribió Expósito, sin demasiado ingenio). Su reconocida generosidad –otro rasgo que le venía de Gardel y lo emparentaba con los profetas bíblicos y con el del Corán- no era tanto una virtud como un don natural, que ejercía espontánea y discretamente, buscando ahorrarle al otro la humillación de la dádiva y la carga de la gratitud.

Aquí se amontonan las anécdotas. De entre ellas, seleccionamos dos por representativas, fidedignas y poco conocidas.

Pedro Gaeta nos contó que en la década del 60 su gran amigo,  Eduardo Rovira, trabajaba acompañando a cantores en Caño 14, un local no tan elegante como caro, que contaba a la sazón con la actuación estelar del cuarteto que encabezaban Troilo y Roberto Grela. Rovira, que nunca fue rico, pasaba por serias penurias; una madrugada, al regresar a su casa e ir a cambiarse, se dio cuenta de que tenía varios billetes de los grandes en el bolsillito de arriba del saco. Entonces comprendió por qué Troilo, sin decirle nada, lo había abrazado tan efusivamente.

Por su parte, Reynaldo Martín nos refirió que una noche de invierno Troilo caminaba con Paquito (“por Corrientes”, creemos recordar que nos dijo) estrenando un hermoso y abrigado sobretodo de pelo de camello, cuando se encontraron con un mendigo que tiritaba de frío. No dudó en sacarse el abrigo y dárselo, ante la contrariedad de su acompañante, quien le reprochó que no hubiera ido a la casa, que estaba cerca, para traerle al mendigo el sobretodo viejo. “Él tiene frío ahora”, respondió Troilo. Y nos viene a la memoria la leyenda del patrono de Buenos Aires, san Martín de Tours, quien en parecidas circunstancias le dio al mendigo la mitad de su capa.

La generosidad de Troilo se extendió también a lo que ahora se llama patrimonio intangible: según distintos testimonios, varios tangos que ostentan la firma de otros autores serían en realidad creaciones suyas, cedidas a modo de regalo.

 

“Derramó su alma hasta la muerte y con los transgresores fue contado”[5]

En los últimos años, su tristeza esencial se fue haciendo más profunda y empezaron a manifestarse señales de desasimiento de la vida. En la cubierta de un disco con poemas de Julián Centeya que apareció poco después de la muerte de este, ocurrida en julio de 1974, pueden leerse, en un pequeño recuadro, estas palabras: “Me estoy yendo de a poco pero no importa, te espero en vos mismo. Yo, Pichuco”.

La profecía se cumplió el 18 de mayo de 1975: una multitud fue a decirle adiós. Tres meses antes de su propia partida, Cátulo percibió lúcidamente en esa ceremonia el contrapunto entre el palpitante afecto de los porteños y el himno funerario de los griegos: “En el hall del teatro General San Martín, las sístoles y diástoles de la calle Corrientes y el flujo y el reflujo de oficiantes que asiste en la marea al trenos ciudadano, construyendo la lágrima para una despedida”.

 

Acaso Troilo era nomás Orfeo, y Buenos Aires su Eurídice, y para rescatarla del infierno no vaciló en hundirse él mismo en sus profundidades. Todos sabemos que fue en vano; también sabemos que la ciudad nunca dejó de amarlo.

 

Por Haydée Breslav, para La Rayuela y Tras Cartón

 

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