El olvido se toca

Las palabras con que el gran Raúl González Tuñón remata su Epitafio para la tumba de un poeta desconocido parecen definir la actitud de nuestra sociedad hacia una de las figuras arquetípicas del tango y, por ende, de la cultura porteña. Azucena Maizani, de cuyo nacimiento se cumplieron el 17 de noviembre último 115 años, contribuyó a sentar las bases del modo femenino de interpretar el tango: notable cancionista ella misma, mereció el elogio de Gardel y tuvo decisiva participación en el reconocimiento y el éxito iniciales de varios tangos de Discépolo; se destacó asimismo como compositora de mérito.

Según sus biógrafos, nació en el hospital Rivadavia el 17 de noviembre de 1902; entre los cinco y los diecisiete años vivió en la isla Martín García. De regreso en Buenos Aires, trabajó en un taller de costura hasta que en 1922 se incorporó como corista al elenco del Teatro Apolo, en un sainete cuyo protagonista era Ignacio Corsini. Al año siguiente, Enrique Delfino la eligió para estrenar, en el Teatro Nacional, su tango Padre nuestro, con letra de Alberto Vaccarezza, en el sainete de este último A mí no me hablen de penas; tanto fue el éxito que la joven debió repetir cinco veces su interpretación. Ese fue el principio de una exitosa trayectoria que incluyó actuaciones teatrales como cancionista y actriz, presentaciones radiales, grabaciones y hasta alguna incursión en el cine mudo.

Tenía una voz cálida, dotada de un vibrato natural, y empezó cantando según el gusto de la época que, muy influenciado por la ópera, se inclinaba hacia los registros agudos; por entonces se la podría clasificar dentro de las “sopranos”. Pero no pasó mucho para que lograra su estilo tan personal, a favor de un temperamento vigoroso y apasionado, que supo poner al servicio de las interpretaciones (y nunca al contrario), enriqueciéndolas con un dramatismo que su esencial buen gusto matizaba y que, seguramente por influjo de la escuela gardeliana, nunca llegó al desborde.

A fines de la década del 20 ya se la consideraba una artista consagrada: su figura, vestida de hombre o de gaucho, se imponía en los principales escenarios, y don José González Castillo le había confiado el estreno de dos tangos que había compuesto con su hijo Cátulo: Organito de la tarde y Silbando (este en colaboración con Sebastián Piana). En 1928 fue el turno de un tema cuya letra y música le pertenecen, Pero yo sé, que fustiga las costumbres de un playboy de la época y le enrostra su “orgullo de necio”.

Una noche de ese mismo año, Azucena recibió después de la función en el Teatro Maipo, cuya cartelera encabezaba, a un joven y tímido autor que había ido a llevarle un tango. El pianista de la orquesta empezó a ejecutar la partitura con poco entusiasmo y muchas notas falsas; pero el fino oído de la artista captó la melodía y comenzó a cantarla. Una chica del coro dijo que era linda, Azucena asintió sin dejar de cantar, los maquinistas la tararearon… Días después, ella estrenó Esta noche me emborracho; su vibrante interpretación logró un éxito contundente y fue el espaldarazo de Enrique Santos Discépolo. Lógicamente, este y Juan de Dios Filiberto la eligieron para estrenar la creación de ambos, Malevaje, y posteriormente ella dio a conocer Soy un arlequín.

La década del 30 se inició para la cancionista con una exitosa gira por España, continuó con otra, no menos exitosa, por los países del Pacífico, y finalizó en los Estados Unidos. Entre ambas, hay que mencionar el estreno de su hermoso tango La canción de Buenos Aires, con letra de Manuel Romero, que Gardel grabó en 1932, y su actuación en las películas sonoras Tango y Monte criollo, además de sus presentaciones en teatro y radio, y de las grabaciones. A mediados de esa década se la empieza a llamar “la Ñata Gaucha”.

Vale la pena citar asimismo un artículo de la revista Sintonía del 17 de junio de 1933, titulado “Azucena Maizani y Carlos Gardel”, que expresa, entre otros conceptos: “Una vez más la estrella y el astro se han encontrado, y con tal motivo, se han reproducido escenas cordiales. Azucena es una ferviente admiradora de Carlos, y este, a su vez, es un devoto de aquella. Cada vez que se encuentran se felicitan mutuamente…”.

Y el 19 de febrero de 1935 el Zorzal le escribe desde Nueva York una carta donde, entre otras cosas, le dice: “Espero que sigas cosechando los éxitos que justamente mereces, y a los cuales estás habituada. Sabes toda mi admiración hacia ti como artista, ajena a la gran amistad que te profeso. Eres la máxima intérprete de nuestras queridas canciones…”.

Como autora y compositora le pertenecen, además de los referidos, varios otros temas (Aguas tristes, Dejame entrar, hermano, Dolor, Por qué se fue, Volvé negro, Decí que sí, Pensando en ti, Hasta Callao no más) que no alcanzaron la trascendencia de aquellos.

En los 40 se espaciaron las presentaciones de la Ñata Gaucha. La crónica volvió a ocuparse de Azucena para referir que un festival organizado en su homenaje, con motivo de cumplir sesenta años, convocó a una multitud en el Teatro Astral. En un comentario al respecto, Francisco García Jiménez se queja amargamente porque ya entonces no era posible encontrar discos de la gran intérprete, y menciona también su pobreza. Se ha dicho que mucho tuvo que ver en ese sentido uno de los rasgos tangueros de Azucena, su generosidad, de la que no pocos se aprovecharon.

La mujer a la que Julio De Caro comparó con Gardel murió el 15 de enero de 1970, en medio de la pobreza y de un olvido que todavía persiste. No solo no es posible encontrar sus discos, sino que ni siquiera los pasan los difusores supuestamente especializados; tampoco ha recibido el dudoso homenaje de la imitación, que sí han cosechado Mercedes Simone, Rosita Quiroga y Tita Merello. Extraño modo de admitir que Azucena Maizani es inimitable.

Haydée Breslav, para La Rayuela y  Tras Cartón

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